martes, 26 de abril de 2011

¿Qué entendemos por «desarrollismo» y por qué nos oponemos a él?

Cuando hablamos de desarrollismo, entendemos un conjunto de ideas, principios, estrategias y técnicas (lo que podría constituir una ideología), cuyo fin último es el desarrollo de las llamadas «fuerzas productivas» para conseguir un progreso económico acompañado de un supuesto progreso social.
Quienes nos oponemos al desarrollismo, cuestionamos este conjunto de ideas y de prácticas porque históricamente se ha demostrado que la consecución de las utopías del progreso material (tanto liberales como socialistas) han sido refutadas por la realidad actual de unas sociedades en constante desequilibrio, donde la relación entre seres humanos, y entre seres humanos y naturaleza, tiende al colapso.

Esta paulatina descomposición de las sociedades va acompañada del aumento del papel represor del Estado y de la suicida huida hacia delante que las clases dirigentes y los grupos más privilegiados imponen como pretendida «solución» a los descontentos provocados por el desarrollo de la sociedad industrial. La marcada irracionalidad del desarrollismo se constata en múltiples facetas de la forma de vida ―o forma de muerte― en que nos encontramos inmersos. La vida alienada en las grandes urbes y megalópolis, la atomización, insociabilidad y degradación de las personas, la imposición de la movilidad y el transporte íntegramente dependiente del petróleo, la destrucción de la naturaleza, del medio rural y de las comunidades locales, la militarización del territorio, la manipulación genética de los alimentos, la construcción de grandes infraestructuras para mantener el proceso de acumulación, etc. Hechos que caminan en la dirección de una intoxicación mayor de todas las relaciones sociales para el mantenimiento de un nivel de vida y confort que a cada paso se vuelve más insostenible.


Entendemos que posicionarse frente al desarrollismo significa oponerse a un conjunto de relaciones sociales y no tanto a su gestión pública o privada, a su tinte político más o menos conservador o progresista. Estos términos se relativizan ante la enormidad de las agresiones y la adulteración de la vida que el sistema tecno-industrial necesita llevar a cabo para mantenerse en pie. Por tanto, no entendemos que un «cambio de manos» vuelva mejor una central nuclear, un superpuerto de contenedores, una línea de Muy Alta Tensión, un Tren de Alta Velocidad o un cultivo transgénico; o que una mayor presencia del estado o un mayor despliegue de medios técnicos vayan a resolver ningún problema fundamental.
En este sentido, el antidesarrollismo no deposita ninguna esperanza en modificaciones técnicas o de ingeniería política para la delimitación de «riesgos», pues se entiende que la cuestión central pasa por el rechazo en su conjunto de la sociedad que produce tanto esos riesgos como a los encargados de minimizarlos.
Por todo ello, la oposición al desarrollismo se acerca a algunas concepciones libertarias ―en su crítica al Estado y al Capital―, aunque sigue siendo crítica con algunos «anarquismos» enquistados en la reclamación de la «autogestión» de cosas que nadie debiera querer gestionar. Entendemos que, si se trata de provocar una transformación social, la magnitud de nuestra derrota es desalentadora. Pero precisamente por eso es hora de comenzar a trabajar en un sentido distinto, partiendo de las luchas locales y tratando que las ideas contra el desarrollismo, el mundo capitalista, y las élites tecnoindustriales beneficiarias, vayan calando poco a poco en el marco de esos conflictos.


Entendemos que no existe ningún botón mágico que invierta el desarrollo industrial de los últimos doscientos años a un estadio precedente ―tampoco lo creemos deseable―pero sí es obvio que muchos de los proyectos que tratan de imponerse para mantener el nivel de consumo en los países occidentales (nucleares, térmicas, eólicas, alta velocidad, militarización urbana, etc.), generan rechazo y algún tipo de movilización en contra que, aunque parcial y mediada por la tónica general del ciudadanismo bienpensante, suponen la oportunidad de, a partir de una lucha real sobre el territorio y un tejido social preexistente, profundizar la crítica al orden impuesto.


Ante nuestras narices: el desarrollismo y la «rendición sostenible» de la  conciencia crítica.


Los estragos que el desarrollismo ha causado en los últimos sesenta años en la Costa mediterránea son un ejemplo perfecto de lo que venimos diciendo. El modelo desarrollista basado en el turismo, primero europeo y después internacional, exigió la paulatina desaparición de las economías locales para dar paso a la urbanización de toda la costa y a un tipo de «modernización económica» que suponía la aniquilación de todo aquello que la precedía. La «transacción» democrática no supuso ninguna ruptura en este sentido con el régimen franquista, más bien aceleró la integración en el marco del nuevo industrialismo global que se estaba gestando, especializándose en la oferta de turismo residencial, adosados, segundas viviendas y la despoblación de los centros urbanos y barrios antiguos hacia las nuevas zonas de expansión, con hitos como la monstruosidad anteriormente conocida como el pueblo de Benidorm.


Las sucesivas crisis de este «modelo de desarrollo» y su agotamiento, no supuso en general ningún tipo de proceso transformador ni revolucionario. Al contrario, el último periodo de acumulación salvaje ―en el lapso comprendido entre 1996 y 2008, aproximadamente― da la medida de la fuerza arrolladora del discurso desarrollista y sus consecuencias devastadoras. La proliferación de las urbanizaciones cerradas que destruyen cualquier idea de «ciudad» que aún pudiese defenderse, el absurdo fetichismo del campo de golf y el centro comercial como reclamos de una vida de perpetuas vacaciones, la proliferación de la Alta Velocidad que convierte aún más a la Costa mediterránea en «la playa de Madrid», las autovías y autopistas que profundizan la irracional movilización a través del coche y que amplían el modelo de «sol y playa» a las comarcas interiores, los trasvases para mantener el consumo de agua desproporcionado en la costa, las incineradoras de residuos, las desaladoras, la destrucción de tierra fértil para el crecimiento de ciudades y pequeños municipios, las diferentes leyes y planes urbanísticos (LRAU, PAI, PGOU, PERI...) todas estas expresiones del totalitarismo modernizador, que suponen una brutal sobreexplotación de los recursos naturales, han venido acompañadas de una ausencia casi total de conflictos que pusiesen en cuestión el modelo mismo y no sólo alguno de sus «excesos» más aberrantes. Lo que nos debería llevar a reflexionar sobre el papel que los movimientos transformadores han tenido en esta «rendición sostenible» de la conciencia crítica.

Entendemos que, en el contexto actual, es más necesaria que nunca la profundización de esta crítica a un modelo de desarrollo territorial que conlleva una descomposición social extrema, y la consolidación de un orden que cada vez necesita menos mantener las «buenas formas democráticas», y que apela a la gestión policial y a la militarización como último recurso ante sus opositores. Profundizar este tipo de crítica social, constituir prácticas que realmente se opongan al modelo desarrollista, será una tarea ardua y que deberá partir inevitablemente de la «oposición existente» para tratar de llevar el conflicto hacia posturas más intransigentes con el tipo de sociedad impuesto.

Algunos Antidesarrollistas de Levante

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