Cuando los excesos de la dominación generan protestas cuya realidad
queda certificada por los medios se produce una ilusión de conciencia,
un despertar aparente que parece anunciar la reaparición de la cuestión
social y el retorno del sujeto destinado a protagonizar un nuevo cambio
histórico. Sin embargo, al comprobar el carácter trivial y frívolo de
las reivindicaciones centrales y al oír las repeticiones chabacanas de
las ideologías progresistas, se nos disipan las dudas respecto a lo que
realmente ha vuelto a través de la protesta consentida, que no es otra
cosa que el cadáver del sujeto. La cuestión social continúa sin
plantearse en profundidad, mientras que todos los muertos guardados en
los armarios de las ideologías salen de paseo. A pesar del contenido de
verdad que tenga, una protesta que flote en aguas estancadas junto a los
restos podridos de otras seudoalgaradas anteriores no es el lugar más
propicio para la reformulación de un proyecto de cambio real. Aunque se
dote de mecanismos horizontales de toma de decisiones, aunque se
constituya en asamblea, quienes toman la palabra en ella son en su
mayoría impostores o aprendices de impostores. La razón se siente
impotente ante la avalancha de lugares comunes extraídos del vertedero
de la Historia, constatándose que la dominación capitalista –el
sistema—no ha retrocedido un ápice, y que más bien, manipulando a sus
víctimas, ha creado una falsa oposición civil con la que disipar los
fuegos de la rebelión. No podía ser de otro modo. La clase obrera fue
derrotada irremisiblemente hace treinta años y en su lugar no quedaron
más que despojos que el sindicalismo minoritario no consigue ni
conseguirá jamás revivir, coexistiendo con un gueto juvenil de
militantes y refractarios, reducido y parcialmente empantanado. Nada con
lo que reemprender lo que Hegel llamaba “el rudo trabajo de la
inteligencia” con la que ilustrar a las nuevas generaciones, que, cuando
hayan de echar mano al concepto, se darán de bruces con el tópico.
En todas las nuevas protestas espectaculares dos rasgos comunes están
siempre presentes: primero, una gran cantidad de amigos sospechosos,
que desde los medios oficiales ponderan, reargumentan y justifican la
protesta propiamente descafeinada, de la que podan con firmeza sus
brotes radicales. Segundo, una voluntad obsesiva de no buscarse
enemigos, ni en las fuerzas del orden, ni en los partidos, ni en el
Estado, ni en la mismísima economía, puesto que todas las propuestas de
máximos o de mínimos, por extrañas que suenen, caben dentro del sistema
(otra cosa es que el sistema decida incorporarlas). De ahí el pacifismo
enfermizo, su reverso lúdico-festivo, la ambigüedad ante las elecciones y
la preferencia por medidas que impliquen más poder estatal o mayor
desarrollo económico (más capitalismo), rasgos que determinan una
ideología específica, el ciudadanismo, reflejo exacto de una manera de
pensar en vacío que arraiga sin problemas en el terreno abonado de la
contestación baladí. Al menos una cosa ha de quedar clara: la protesta
ciudadanista no cuestiona el sistema, no persigue subvertir el orden
establecido, ni quiere poner otro en su lugar. Lo que quiere es
participar, así que no postula un modo de vivir (y de producir)
radicalmente opuesto al modo vigente. Su programa, en caso de
confeccionarse, no iría más allá de reformas destinadas a abrir vías a
la colaboración institucionalizada y a repartir las consecuencias de la
crisis económica con la clase dominante de forma más equilibrada. Es una
simple llamada de civismo a la dominación. Nada de cambiar la condición
de asalariado, votante, automovilista e hipotecado, sino preservarla
–si eso es posible- con empleo estable, reformas electorales y salario
suficiente. La condición proletaria subsiste, pero disimulada bajo una
supuesta condición ciudadana. El combate por su abolición ya no es una
disputa encarnizada entre clases por el control y gestión del espacio
social como sucedía en tiempos pasados, sino el ejercicio tranquilo de
un derecho político en el marco de un Estado asequible y neutral.
¿Existe realmente la “ciudadanía”? ¿es una nueva clase? Son preguntas
que para responderse deberíamos tener presente una verdad
incuestionable: que ni el proletariado industrial residual ni su
heredero contemporáneo la masa asalariada son intrínsecamente
revolucionarios, ni objetiva ni subjetivamente. La principal fuerza
productiva es el conocimiento, no el trabajo manual; por otra parte, en
el lado del sujeto, las luchas simplemente reivindicativas no destruyen
al capitalismo, sino que lo modernizan gracias a la burocracia laboral
que han generado. El aparato sindical y político disuelve la conciencia
de clase y facilita la integración y la sumisión. Además, el crecimiento
de la producción es fundamentalmente destructivo, por lo que el
trabajador no puede inhibirse de las consecuencias de su propio trabajo y
mucho menos desear autogestionarlo. La clase obrera ha concluido su rol
histórico, ligado a una etapa de desarrollo capitalista ya finiquitada,
y sus sucedáneos actuales no pueden tener otro sin condenar la función
que desempeñan en el sistema y afirmar la necesidad de segregarse, pero
sin conciencia y sin moral eso no es posible. El fin del proletariado
como clase deja el terreno de la lucha social abandonado, sin sujeto, a
merced de las clases intermedias que el propio sistema fragmenta,
dispersa y excluye igual que hace con las clases laboriosas, en cuyo
seno no florece de nuevo la vieja teoría revolucionaria del
proletariado, sino la moderna ideología ciudadanista, esgrimida como
arma antirradical y herramienta de cooptación por cuantos partidillos,
grupúsculos, redes y candidaturas pululan en las protestas de la
posmodernidad, infiltrándolas, banalizándolas y corrompiéndolas. Igual
que pasó cuando había lucha de clases, el izquierdismo contribuye a la
modernización sindical y política del capitalismo, sólo que entonces lo
hacía en nombre del proletariado y hoy lo hace en el de una entelequia,
la “ciudadanía”. El recurso a la ciudadanía, es decir, a todos los
habitantes sometidos al Estado, es puramente retórico, como antaño el
recurso al “pueblo.” La ciudadanía no existe, es un ente irreal que
habita en la mentalidad progresista y sirve de sujeto postizo, de
referente para todo. No obstante su inexistencia, se la encuentra en
cualquier parte: del discurso del poder ha pasado al lenguaje militante
de calle. Resulta de gran utilidad a quienes, como los izquierdistas,
tratan de hacerse visibles e influyentes con las protestas
generacionales infectándolas de ideología populista, de sectarismo
manipulador y de sufrido obrerismo, a fin de que los radicales en
formación presentes hagan como ellos o se asqueen y aparten. No lo suele
conseguir a la primera, por lo que el mismo sistema le proporciona
impulso a través de sus ingentes medios virtuales, realizando oscuras
convocatorias y desencadenando procesos autocontenidos, que,
proporcionando a los participantes unos días o unas semanas de gloria
tolerada en la plaza, les provoquen la sensación de ser por un tiempo
los amos del cotarro, como en Tahrir o en la Sorbona del 68. la
operación puede escapársele de las manos, pero qué puede temer el
sistema de las conductas derivadas de “la educación para la ciudadanía”
promocionada en las protestas, que como una nueva moda se propagan entre
la juventud de clase media que las constituye. ¿Cómo sobrecogerse por
el hedonismo botellonero, la fanática no violencia, la animosa
gestualidad, el consenso mutilador, la alegre cacerolada, la
comunicación por Twitter..?. Dichos comportamientos son presentados como
innovadoras prácticas de la libertad, por más que ese tipo de libertad
abunde en las sociedades de esclavos y sirva de poco en los asaltos a
los palacios de invierno. Pero ¿quién quiere, y, peor aún, quién puede
asaltar hoy un centro de poder? Lo único que piden las protestas es
diálogo y participación.
Estamos inmersos en un proceso duro de adaptación a la crisis llevado
a cabo por el Estado según las directrices que marcan “los mercados”,
un ajuste violento que deja víctimas por doquier: los trabajadores, los
pensionistas, los funcionarios, los empleados públicos, los inmigrantes y
… la juventud desclasada. Si la mayoría apenas tiene presente, con
certeza los jóvenes –casi la mitad en el paro- tienen el futuro
hipotecado, por eso protestan, pero no contra el sistema que les ha
marginado, sino contra quienes consideran responsables, los políticos
que gobiernan, los sindicalistas que callan y los banqueros que
especulan. Las protestas marcan el inicio de una época confusa donde un
tercio de la sociedad civil va a movilizarse de una u otra forma al
margen de las instituciones, aunque no en su contra. No se siente bien
representada en una democracia que “no lo es”, puesto que su gente no
participa, por eso quiere reformarla. No quiere destruir el poder
separado, sino separar los poderes constituidos. Para la clase media
precarizada que se apropia del concepto burgués de democracia,
Montesquieu no ha muerto, pero convendría recordar que Franco tampoco,
que la democracia que “tanto costó conseguir” y que ella reivindica
proviene de la reconversión pactada del aparato político-represivo de la
dictadura, consolidada desde las cañerías y cloacas del Estado.
Las protestas transcurren en un medio considerado casi natural por
quienes participan en ellas: el medio urbano. Sin embargo, se trata de
un espacio creado y organizado por el capital, el más indicado para
conformar y desarrollar su mundo. Las metrópolis y conurbaciones son los
elementos fundamentales del espacio de la mercancía, un escenario
neutralizado y monitorizado que funciona como fábrica, en donde la
comunicación directa, y por lo tanto, la conciencia y la rebeldía, son
casi imposibles. Cualquier revuelta verdadera ha de luchar por liberar
el espacio de los signos del poder y abrirlo al encuentro en pro de la
descolonización de la vida cotidiana; ha de ser una revuelta contra la
sociedad urbana. La cuestión social es esencialmente cuestión urbana,
por lo que el rechazo del capitalismo implica el de la conurbación, su
recipiente idóneo. El punto de inflexión en el adiestramiento consumista
y político puede producirse en esos dormitorios monitorizados llamados
barrios, si las asambleas que consigan formarse durante las crisis
devienen contrainstituciones desde donde pueda criticarse el modelo
urbano metropolitano y confeccionarse un modelo alternativo en armonía
con el territorio. En las asambleas de barrio representativas puede
emerger un sujeto autónomo, una nueva clase que se resista a la
problemática ciudadanista que llega de las plazas planteando y
desplegando la cuestión urbana (autonomía del barrio, problemas
logísticos, contacto real con el campo, ocupación de espacios públicos,
recuperación del saber artesano, anticonsumo, lucha contra planes
urbanísticos e infraestructuras, etc.). Nada de eso se colige de las
protestas, que parecen encontrarse a gusto respirando el aire
contaminado del ambiente urbanita, una porción del cual han convertido
en ágora ciudadana, lugar en el que tienen carta blanca las vacuidades
ciudadanistas. Sucede así porque la mentalidad de la clase media manda
en la movilización y sus representantes llevan la iniciativa. Por eso la
crisis social no se manifiesta sino como crisis política, crisis del
sistema político, momento político de las recetas ciudadanistas.
El ciudadanismo es la ideología mejor adaptada a las conurbaciones,
puesto que realmente no necesita de un espacio público para
reproducirse, sino de algo que se le asemeje, una especie de espacio
formal y simbólico en el que representar un debate aparente. Para que
uno real pueda darse ha de existir un público real, una comunidad de
lucha, pero una comunidad de ese estilo –un sujeto colectivo- es todo lo
contrario de una asamblea ciudadana, agregado volátil de
individualidades mutiladas que imita los gestos de la discusión directa
sin concluir por lo tanto en la dirección requerida, pues cuidadosamente
evita el riesgo rehuyendo el combate. Sus batallas son puro ruido y su
heroicidad, nada más que pose. Una comunidad de lucha –una fuerza social
histórica- solamente puede formarse a partir de una voluntad consciente
de separación, de un esfuerzo desertor hijo de la oposición total al
sistema capitalista, o lo que es lo mismo, del cuestionamiento profundo
del modo de vida industrial, o sea, de la ruptura con sociedad urbana.
Paro juvenil o recorte presupuestario, el punto de partida es lo de
menos pues si los ánimos se caldean todos conducen al mismo sitio; lo
principal reside en el logro de autonomía suficiente para desviarse de
los cauces establecidos yendo al fondo de la cuestión –la libertad- sin
mediadores “responsables” ni tutores vigilantes. Y eso no se consigue
más que marcando distancias claras con el bando de la dominación y
disponiéndose a una larga y ardua lucha contra ella.
Miquel Amorós
14-06-2011.
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